EL MONSTRUO DEL TROLE


Armando Macchia

Sé que muchos me tomarán por fabulador, pero anoche vi un monstruo. Fue una de esas noches trastornadas cuando lo vi.

La ciudad sucumbía flotando a la deriva bajo una lluvia torrencial, que pronto anegó calles y avenidas, provocando caos en el tránsito y la gente corriendo en busca de refugio. Alcancé a trepar a un trole antes de tener que morir ahogado en algún sumidero oculto. Estaba atestado de gente atribulada, temerosa de que el diluvio universal acabara por arrasar con la vida. Me sorprendía irónicamente mirando al conjunto que me rodeaba en los asientos, o se colgaba de las empuñaduras como reses en los ganchos.

Entonces lo vi en uno de los últimos asientos para dos, pero que ocupaba él solo.

Tenía dos patas tocando el piso y dos bracitos flacos colgando hacia los costados. El cuerpo escamoso, con oscuras manchas en la piel y luminosos grandes ojos. Lucía empapado, como si hubiese surgido de la inundación. Pero él, en su naturalidad de goce y descubrimiento, no se daba por enterado. Podía advertirse un temblor que se repetía en todo el cuerpo corriéndole del cuello hasta los pies, un moverse de los ojos bajo los párpados. Se frotaba constantemente como tratando de reconocerse, asegurar que todas las partes del cuerpo estaban en su lugar. Pude observar que tenía un tatuaje en su omóplato. Algo parecido a una flor. Era un monstruo hippie.

Su aspecto representaba una oscuridad corrupta y maligna, pero su pasividad era tal que impresionaba, inquietantemente abstracto, como soñando con utopías delirantes. Ajeno quizás a la voz del ciego acordeonista, a la niña que se atrevió a dejarle dos estampitas de San Benito sobre las piernas, al bagallero que vociferaba su mercancía tres al precio de una, y a la mujer rolliza cara de globo con pelos deslucidos color zanahoria y nariz romadiza, que lo observaba con fastidio.

Nadie más lo miraba, ignorándolo como una presencia invisible. ¡Imbéciles, no saben distinguir un monstruo entre gente normal! Yo lo examinaba sin tratar de espiarlo, sabiendo que no me sería posible soportar su mirada, desconfiando de esa extraña presencia que se había instalado a contramano en la vida cotidiana.

Un brusco apagón detuvo imprevistamente el vehículo. De golpe el silencio y la penumbra, la claustrofobia de bocas secas y corazones temblorosos. El vacío del rumoroso traqueteo dando espacio a los cuchicheos murmurados, las tosecitas temerosas. Pero más que nada al monstruo, su presencia ostensible entre las sombras y el miedo, el respirar trabajoso, la baba pringosa flotando nítidamente por su boca, la lengua bípeda siseante, los presurosos estremecimientos de su cuerpo calloso.

En el vehículo atestado el aire se hacía irrespirable. Íbamos a morir todos asfixiados. Y el monstruo imperturbable. Nada lo conmovía. Se frotaba, se doblaba y desdoblaba, se revolvía en su propio mundo alucinado, cambiaba frecuentemente de posturas sus patas enmarañadas, como una grotesca marioneta desarticulada.

Repentinamente, la energía retornó y todo en el trole volvió a ser lo que era. Todo menos la mujer rolliza cara de globo y nariz cruel con catarro, que enfurecida comenzó a imprecar al monstruo, mientras esparcía mocos por el aire, que no podía ser, que dónde se ha visto un monstruo subido a un trole, algo hay que hacer. La repulsa, el rechazo, haciéndolo cargo de todos los males acontecidos. Él la miró con ojos extraviados buscando un punto de mira, la carajeó y con un vozarrón latoso lanzó una risotada que estremeció los últimos ahogos.

En la siguiente parada el monstruo se bajó, la rolliza bajó tras él y yo detrás de la ella. Buscó a un policía tratando de explicarle lo inexplicable, mientras intentaba retener al monstruo por un brazo. El policía tardaba en entender lo que pasaba. Entonces el monstruo aprovechó la confusión y se zambulló en una alcantarilla anegada, perdiéndose en las cavernas de las aguas, tal vez volviendo a sus orígenes.

El policía desconcertado, la mujer protestando indignada y agitando los brazos. Y yo, mutis por el foro, el monstruo siempre dentro de mí, en los sueños y las vigilias.

Y yo, siempre dentro del monstruo.